Rompe la lluvia y un hombre pasa por el local, eligiendo ignorar al niño, ayudado por la ceguera engendrada por la misma luz que lo incita a comprar. Llega a su casa, enciende el televisor y mira, entre sombras del pasado, engaños para niños, montajes para débiles, propagandas del teletón; una vida, al igual que los cuentos de navidad, sólo real para quienes blanden una mente ingenua.
Se despliega frente a él una gamma de ilusiones carentes de voluntad, un mundo de materia, libre de sensación. Mira en veinticuatro cuadros por segundo, historias del pasado, que igualan, la que él decidió no ver, hace un momento, bajo la iglesia de la Compañía de Jesús: gente en harapos que busca un salvador.
Hay, sin embargo, un vástago, producto del mundo de fantasía de algún soñador de tiempo pasado. Alguien llama a la puerta, su familia ingresa al recinto y disfrutan de una cena opulente, hablando de ideas del pasado; glorias sin propósito y sueños del futuro; deseos egoístas. Talvez, la familia nunca logre más que un efímero paso por la realidad que no les permiten ver, talvez, se convenzan de que aquella que más disfrutan es la única existente, pero al menos, en el mundo forjado por el ser, que sólo admira, mudo tras vidrios, esa es su realización, realidad placebo. Sencillamente tuvo que emplear un año de su vida para hallarla, luego desecharla en una buena noche y un día de alegre paz. Es tiempo de que despierte el hombre y el vidrio vuelva a ser arena, que todos podemos sentir, aunque sea bajo nuestros pies.